Se trata de una palabra poco usada en la vida diaria, ciertamente, que carece para muchos de un significado preciso. Desde un punto de vista meramente descriptivo, y tomándola en el mejor de sus sentidos, virtud es todo lo que uno querría encontrar… en el otro (¡no faltaría más!). Lo que equivale, en forma negativa y más gráfica, a aquello cuya ausencia nos echa en cara el cónyuge cuando discutimos. TOMÁS MELENDO

A saber: afabilidad, ternura, comprensión, generosidad, confianza, buen humor, optimismo, serenidad, tacto, puntualidad, delicadeza en el trato, capacidad de perdonar, de escuchar, de adaptarse, de tolerar… Y, evidentemente, si faltan estas virtudes, se hallan presentes los defectos contrarios: acritud, intolerancia, frialdad, susceptibilidad, irritabilidad, malhumor, pesimismo, tosquedad, suspicacia, desatención, etc.

Adoptando una perspectiva un poco más profunda, y con palabras de San Agustín, la virtud configura el ordo amoris, el orden en el amor: es decir, el conjunto de actitudes y acciones que un buen amor suscita en los que se quieren: la generosidad o la abnegación, pongo por caso; y, viceversa, el sinfín de condiciones y modos de obrar que resultan necesarios para que ese mismo amor se mantenga, crezca y sazone… y, con él, se incremente la felicidad de ambos (la paciencia, la paciencia y la paciencia, si no me equivoco).

O sea que la virtud reclama al amor, y el amor, por su parte, reclama y provoca las virtudes: una especie de círculo virtuoso.

La excesiva tecnificación

No es difícil observar cómo el amor entre los cónyuges se intensifica con la práctica cotidiana de estas virtudes, que van haciendo más –honda y verdadera –¡y más alegre y gozosa!– la entrega recíproca. Y también que tales virtudes se robustecen al hilo de las alegrías conjuntas, pero también de dificultades de la vida de pareja: los defectos o simples limitaciones del uno y de la otra, la diversidad de temperamentos, de gustos o de costumbres, las pequeñas manías, los días que empiezan con mal pie, el nerviosismo y todo lo demás. E incluso los más avispados podrían advertir la importancia capital del desarrollo de las ‘dichosas’ virtudes para el éxito de cualquier matrimonio. Siempre, pero de modo especial en nuestros días.

Y es que, comparada con las del pasado, la sociedad en que vivimos presenta innegables ventajas, pero también algunos inconvenientes. Entre ellos se cuenta una excesiva tecnificación.

Nos hemos habituado a que la técnica resuelva todos nuestros problemas. Todos. Desde la climatización del lugar donde residimos o trabajamos hasta los dolores producidos por una mala digestión o las angustias derivadas de una vida profesional demasiado intensa; desde la carencia de tiempo causada por las distancias en ciudades que han crecido de manera incontrolada hasta los excesos de peso derivados de una dieta inadecuada, de la glotonería o de la propia constitución biológica; desde las dificultades de nuestros hijos en el estudio o a la hora de los exámenes hasta los problemas de timidez o las inseguridades que acompañan a una vida todavía en desarrollo…

Pero –siempre hay un pero– no todos los problemas admiten una solución técnica. Algunos de ellos requieren otro tipo de remedios. Y en concreto, los que surgen como consecuencia de las deficiencias personales reclaman, lógicamente, un crecimiento de las personas en juego, un esfuerzo constante y mantenido por mejorar nuestra propia condición, por ser mejores personas.

Pretendemos, por ejemplo, encontrar la panacea para nuestras diferencias aprendiendo técnicas que faciliten la comunicación. Y no es que sea irrelevante, pero los mejores expertos no podrán ayudarnos mientras cada uno de los cónyuges no nos decidamos a aquilatar la categoría de nuestro amor y estar más pendientes del otro que de nosotros mismos. Lo cual –que cada uno haga la prueba– sólo se consigue con lucha interior para incrementar el propio dominio y robustecer nuestro temple personal. En caso contrario, las técnicas más infalibles resultan vanas.

La mejora personal se ha entendido tradicionalmente como adquisición de virtudes: como el logro de unos modos correctos de obrar, estables y permanentes, capaces de perfeccionar, también de forma constante y creciente, el amor que tienes a tu esposo o a tu esposa.

De ahí que escribiera Severo Catalina: “cuando un hombre y una mujer se estrechan con el doble vínculo de la virtud y del amor, el amor y la virtud forman la barca en que apaciblemente bogan por el mar de la vida; un espíritu alado les sirve de piloto; su rumbo es la inmortalidad; su puerto, el cielo”.

La virtud reclama al amor, y el amor, por su parte, reclama y provoca las virtudes

En la vida cotidiana

No voy a enumerar el cúmulo de virtudes indispensables para un correcto desarrollo de la persona en su conjunto. Me conformo con señalar algunas actitudes que, arraigadas en otras tantas virtudes o grupos de ellas, facilitan pero que muy mucho la vida conyugal.

Aunque hay gente para todo, no creo que a muchos se les ocurra afirmar (al menos antes de casarse): “Te amo y te seré fiel… con la condición de que no tengas defectos”. No estaríamos ante una declaración de amor, porque equivaldría a decir: “Te quiero, siempre y cuando no seas una persona real, de carne y huesos, sino un ser ideal, utópico”.

Quien adoptara una actitud de este estilo, en realidad no estaría decidido a amar. “Te amaré a condición de que no tengas la más mínima falla” significa de hecho: “Te querré con la restricción de nunca deberme esforzar al tratar contigo”… cosa bastante similar al puro y duro egoísmo.

Ya lo sabemos: en torno al momento de la boda, a menudo se vive en un clima de gratificante ilusión. Durante el noviazgo, cada uno se esfuerza casi sin proponérselo en gustar al otro y mostrar su lado más hermoso. En cada encuentro, los ojos de los dos brillan de alegría, como si se dijeran: “vales para mí más que cualquier cosa en el mundo”. El estar juntos parece un oasis de felicidad en medio de un universo aburrido, insignificante y sin tono.

Igual que en el matrimonio, donde también, poco a poco, todo podría cambiar. No necesariamente. Si se lucha por incrementar el amor, crece también el atractivo. Pero en cualquier caso, y tomando como término de comparación el noviazgo, las horas festivas son cada vez más raras y lo que reina, para bien o para mal, es el anodino runruneo cotidiano.

Se dice que la cercanía es leal: cada uno se muestra como es. El tiempo del noviazgo, con las fiestas y las vacaciones pasadas alegremente juntos, se ha acabado. Ahora es menester aprender a amarse en la vida diaria y ayudar a hacerla amable y atrayente. Se puede –¡y se debe!–, pero exige un empeño decidido… ¡y decisivo!

Se dice que la cercanía es leal: cada uno se muestra como es

Destacando lo positivo

A las virtudes del otro solemos acostumbrarnos rápido, pero no ocurre lo mismo con los defectos: estos indisponen, irritan; uno se siente defraudado, porque durante el noviazgo no los había advertido.

Sin embargo, nos hallamos ante el punto crucial, la prueba del verdadero amor: hay que saber querer al otro tal como es, esto es, con sus carencias y limitaciones.

Lo que no impide que, simultáneamente, se intente, con cariño, comprensión y paciencia, ayudar al otro a superarlas, al menos las que mayor perjuicio le causen o las más molestas: pero sin rigideces, sin cansancio ni decaimientos, sin la manía de adaptarlo a los propios gustos y sin dejarse arrebatar por el furor pedagógico ni el perfeccionismo.

Simultáneamente también, cada uno se esforzará por corregir los propios defectos e intentará descubrir, ponderar y fomentar las virtudes que el cónyuge encierra en su interior y con las que nos alegra la vida… y de las que en ocasiones él mismo no es consciente. El amor, clarividente y sagaz, nos las revela y nos llena de gratitud, al tiempo que nos pone en disposición de hacerlas crecer en el ser querido.

Esta atención preferente y casi exclusiva a las virtudes del cónyuge, que sabe también poner en sordina sus defectos, representa sin duda la clave para evitar los fracasos matrimoniales.

Lo expresa rotundamente John M. Gottman:

“Lo que hace que un matrimonio funcione es muy sencillo. Las parejas felizmente casadas no son más listas, más ricas o más astutas psicológicamente que otras. Pero en sus vidas cotidianas han adquirido una dinámica que impide que sus pensamientos y sentimientos negativos –que existen en todas las parejas– ahoguen los positivos. Es lo que llamo un matrimonio emocionalmente inteligente.”

A las virtudes del otro solemos acostumbrarnos rápido,
pero no ocurre lo mismo con los defectos

Intentar adaptarse al otro

Nada más normal que el hecho de que cada persona posea su propio modo de ser, sus propias costumbres, sus propios gustos, sus propias aficiones, sus propios amigos… y sus propios padres. Pero también sucede que la vida de pareja, y más todavía cuando empiezan a llegar los hijos, tiene sus exigencias. Requerimientos que no pueden situarse en el mismo plano que otros compromisos o diversiones, a los que a fin de cuentas, por un motivo u otro, a menudo se debe renunciar.

Algunos intentan resolver esta situación pactando con el cónyuge: si tú me acompañas al fútbol, después vamos juntos al teatro… Sin embargo, semejante actitud, correcta acaso desde un punto de vista mercantil, no parece la más deseable para la vida conyugal, nacida del compromiso de amor que se contrajo e incrementó al casarse. El empeño de un cónyuge por adaptarse a las costumbres y al carácter del otro forma parte de la donación recíproca.

Cada esposo habrá de esforzarse por transformar poco a poco lo que impide el proceso de fusión de la vida de pareja, intentará desplegar intereses comunes y descubrir nuevas actividades que puedan desarrollarse juntos. Basta un tanto de paciencia, de buen humor y, sobre todo, de amor para lograr sacrificarse un poco y aceptar alguna renuncia… sin por eso sentirse una víctima y sin temor a perder la propia personalidad.

Cuidar los pequeños detalles

La convivencia matrimonial se encuentra entretejida por innumerables minucias. Si estas son delicadas, enriquecen el vivir conjunto; si son perturbadoras, acaban por envenenarlo.

Todo depende de la capacidad que cada uno de los cónyuges haya desarrollado para vencer el propio egoísmo y abrirse a los deseos de su pareja, haciendo de ella el centro de la propia vida. Es preciso saber ver y sentir las necesidades del otro como propias, mantener despierta la imaginación  y no dejarse vencer… por la rutina.

Para eso es imprescindible mantener de por vida, incrementada, la condición de enamorados. Pues, con palabras de Alberoni:

“El enamoramiento nos hace amar al otro por lo que es, hace amables incluso sus defectos, incluso sus carencias, incluso sus enfermedades. Cuando nos enamoramos es como si abriéramos los ojos. Vemos un mundo maravilloso y la persona amada nos parece un prodigio del ser. Cada ser es, en sí mismo, perfecto, distinto de los otros, único e inconfundible. Así agradecemos a nuestro amado que exista, porque su existencia nos enriquece no solo a nosotros mismos, sino también al mundo.”

Tomás Melendo es catedrático de Metafísica por la Universidad de Málaga.