La espontaneidad –hacer lo que me apetece– entendida como paradigma de la libertad es en realidad una ficción. En principio esa identificación parece suponer la ausencia de cualquier condicionamiento –no depender de nada ni de nadie–, pero en realidad presupone la sumisión ineludible al impulso o a la presión del ambiente.
MIGUEL ÁNGEL MARCO DE CARLOS

Hacer lo que a uno le apetece no es ser libre sino determinarme a hacer lo que las ganas deciden hacer: una respuesta casi automática donde no media la deliberación ni interviene la voluntad, una respuesta que no supone ganancia sino pérdida de autonomía. (Cuestión distinta es la de actuar con sencillez, con naturalidad; en el comportamiento de la persona sencilla está también ausente lo artificioso, lo sofisticado, pero no la reflexión).

Esa identificación entre libertad y espontaneidad es también una ficción porque siempre existen condicionamientos para la acción, ya que la libertad humana es una libertad situada. Libertad significa autoposesión, pero no autosuficiencia ni insolidaridad, no absoluta independencia respecto de los demás. La libertad personal no puede lógicamente oponerse o entrar en contradicción con lo que es esencial a la persona. Vivir humanamente es convivir (vivir con), porque la persona es ser con otros. No cualquier dependencia es indeseable, sino sólo aquellas que nos impiden ser protagonistas conscientes de nuestra propia vida. No se trata de no estar vinculado a nada ni a nadie, sino de elegir libremente los vínculos. No todo vínculo ni toda obligación son represivos. De hecho seguimos vivos porque alguien –posiblemente nuestra madre– nos quitó de entre las manos cuando éramos niños un cuchillo, unas tijeras con las que andábamos jugando, ajenos al peligro que para nosotros mismos representaba; o porque, a pesar de nuestra oposición, nos vacunaron contra la polio, o lo que fuera. Es más, la asunción de vínculos comprometedores es una característica esencial del hombre, al que Scheler definió como “el animal que puede prometer”. La promesa se hace frente a otro, y quien la hace queda comprometido, es decir, libremente vinculado a su realización. Comprometerse es precisamente proponerse algo, no dejar el futuro en manos del azar o de los demás, no consentir que se nos vaya de las manos; y esto lo podemos hacer precisamente porque somos libres.

No se trata de no estar vinculado a nada ni a nadie,
sino de elegir libremente los vínculos

Una concepción idolátrica de la libertad

Milan Kundera, en su novela La insoportable levedad del ser, lo manifiesta con toda claridad. El protagonista descubre que la vida, conducida por el imperativo de no vincularse seriamente a nada ni a nadie, lejos de aligerar la existencia la convierte en una pesada carga insoportable: en el hombre pesa mucho más el vacío del sinsentido que los compromisos de una vida plena (Innerarity). El problema de quien quiere llevar una vida digna del hombre no es el de comprometerse o no –esto último habría que descartarlo– sino con quién o con qué me comprometo. La libertad –como, por analogía, el dinero– está para ser utilizada, para ser invertida en hacer la propia vida con decisiones libres, asumidas personalmente, que precisamente por eso generan verdaderos compromisos, que ponen en marcha el futuro.

La cultura actual –una parte de ella, al menos– parece haber perdido el norte en la medida en que, maniatada por una concepción idolátrica de la libertad, no sabe qué hacer con ella. Ser libre para ser libre, y no para amar, ésa es la definición misma de la ruptura, del atolladero, del vacío de la libertad. La libertad humana sólo es grande si está al servicio del amor.

La libertad está para ser utilizada,
para ser invertida en hacer la propia vida con decisiones libres

Averiguar verdaderamente quién quiere ser uno

Así, la pregunta oportuna no es ¿qué va a ser de mí?, sino ¿qué voy a hacer conmigo, qué voy a hacer con mi vida? El problema –la cuestión decisiva, podríamos decir– es averiguar lo que uno verdaderamente quiere ser; o mejor aún, quién quiere ser. Porque el hombre casi siempre acaba siendo lo que ha querido, no lo que ha deseado. El deseo hace referencia a una inclinación del apetito, a aquello hacia lo que nos inclinan las ganas. El querer tiene que ver con el núcleo mismo de la persona. Desear denota una actitud pasiva o al menos no comprometida; querer, por el contrario, significa la movilización de las energías de la persona: “quien tiene un para qué, encontrará siempre el cómo” (Nietzsche). En la cuestión de la libertad, pues, no se trata tanto de hacer lo que me da la gana como de hacer lo que entiendo más conveniente o mejor, porque me da la gana.

Morales, en uno de sus trabajos –Fidelidad–, cita unas palabras de Ortega y Gasset que resumen bien esa paradoja que es la vida humana, a la vez tarea y libertad, innovación y hallazgo: “La vida es quehacer y la verdad de la vida, es decir, la vida auténtica de cada cuál consistirá en hacer lo que hay que hacer y evitar el hacer cualquier cosa. Para mí un hombre vale en la medida que la serie de sus actos sea necesaria y no caprichosa. Pero en ello estriba la dificultad del acierto. Se nos suele presentar como necesario un repertorio de acciones que otros ya han ejecutado y nos llega aureolado por una u otra consagración. Esto nos incita a ser infieles con nuestro auténtico quehacer, que es siempre irreductible al de los demás. La vida verdadera es inexorablemente invención. Tenemos que inventarnos nuestra propia existencia y, a la vez, este invento no puede ser caprichoso. El vocablo «inventar» encuentra aquí su significación etimológica de «hallar». Tenemos que hallar, que descubrir la trayectoria necesaria de nuestra vida, que sólo entonces será la verdaderamente nuestra y no de otro, o de nadie como lo es la del frívolo”.

Miguel Ángel Marco de Carlos es teólogo y profesor de Teología.

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