No me gusta en exceso la expresión “deseo de familia” para explicar el radical anhelo que experimenta el ser humano de estar, de permanecer en familia, de construir un hogar familiar animado por la vívida experiencia de los amores familiares que ligan los corazones de sus miembros, que forjan su unión y que despiertan la misteriosa intuición de que realmente son familia. FRANCISCO GALVACHE

Un anhelo que conlleva la apertura al otro, incluso allende la superficie permeable de la esfera familiar. Un afán que se traduce en firme voluntad de familia que se determina a descubrir y a recorrer el camino que, desde un deslumbrante encuentro de un tú con un yo, conduce poco a poco a un nosotros desde el que, a partir de entonces, sólo les resultará posible, a ambos, pensar en el presente y el futuro.

Pero para que se llegue a formar un nosotros, se hace necesario que, desde la mera atracción inicial que surge tras los primeros encuentros, el trato asiduo y respetuoso dé lugar a un conocimiento recíproco que explique la existencia, entrambos, de un grado suficiente de homogamia y también de compatibilidad de temperamentos, de valores, de actitudes y de hábitos que favorecen la cordial aceptación recíproca e incondicional. Y así, con la experiencia de ver cumplidas en grado suficiente tales condiciones, envueltos en un halo amoroso preñado de ilusiones y promesas, afrontarán el momento crucial de tomar la trascendente decisión de consumar la entrega tras contraer, libre y responsablemente, un compromiso de vida y amor con vocación de eternidad.

Se ha repetido muchas veces –y es verdad– que la familia es la institución más valorada por las personas de todas las edades y situaciones económicas y sociales. Pero no es menos cierto que, en estos tiempos que corren, es densa la niebla que difumina su verdadero rostro. También son mayoría los que se muestran satisfechos con la realidad y marcha de sus matrimonios; pero ni se puede negar la presencia y el favor de que gozan, en los medios, patéticas caricaturas de la institución, ni la fuerza disuasiva del miedo que induce el fracaso de tantos, ni el pesimismo de fondo que proyectan ideologías disolventes de curso corriente a lo largo de las dos últimas centurias.

Las crisis económicas, el agravamiento de las desigualdades e injusticias que generan, no favorecen, ciertamente, los esfuerzos por revertir la situación. Pero las series estadísticas hacen ver que su incidencia en las líneas de tendencia relativas a fenómenos como el divorcio, el aborto, la caída de la natalidad y el descenso del número de matrimonios, ha sido escasa si no inexistente.

En estos tiempos que corren,
es densa la niebla que difumina el verdadero rostro de la familia

Las verdaderas causas

En mi opinión, pues, aun reconociendo la importancia de tan graves cuestiones de índole económica, no residen en ellas las causas eficientes de la crisis que sufre la familia. Más bien deben buscarse en la realidad de una crisis de valores que conmueve los cimientos de la civilización occidental, que amenaza con debilitar la solidaridad y la cohesión sociales hasta transformar a los ciudadanos –como explica el filósofo laico Jürgen Habermas– en “mónadas aisladas que sólo se mueven buscando el propio interés y que se dedican a esgrimir sus derechos subjetivos unas contra otras”[1]. Una crisis, pues, que golpea directamente el corazón de la familia, primera escuela de virtudes humanas, sociales y sobrenaturales.

En íntima relación con la situación actual, viene bien recordar que a comienzos de los años 80 un Papa venido del Este advertía de la tormenta que ya azotaba al mundo; y rodeado de familias, afirmaba con emocionada convicción que “el futuro de la humanidad depende de la familia”; de la familia –madre y maestra, también ella– en donde los seres humanos somos llamados a nacer y crecer en la confianza, la libertad y el amor, vectores clave del crecimiento humano y, por tanto, objetivos centrales de la educación familiar.

Hoy también tiene toda la razón el Papa Francisco cuando constata que “el mundo actual también aprecia el testimonio de los matrimonios que no sólo han perdurado en el tiempo, sino que siguen sosteniendo un proyecto común y conservando el afecto”[2]. Pero –continúa el Papa– “esto no significa dejar de advertir la decadencia cultural que no promueve el amor y la entrega”[3], sino –cabría añadir– la pobre idea de un hombre insolidario, narcisista y temeroso; que renuncia a su grandeza, que se esconde entre el estupefaciente oropel de múltiples y alternativas realidades virtuales, temiendo ser presa del vértigo que le embargaría si, al asomarse a su intimidad, descubriera la magnitud de su vacío. Un hombre, en suma, inhabilitado a causa de la moral hedonista “para su forma de vida más alta, más íntima, que es la donación de sí”[4].

Francisco Galvache es doctor en Filosofía y Ciencias de la Educación, y orientador familiar por el ICE de la Universidad de Navarra.

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[1]Habermas, J., Fundamentos prepolíticos del Estado, en Barrio, J. M. (2006), Antropología del hecho religioso, Madrid, Rialp, p. 152.
[2]Papa Francisco, Exhortación Apostólica Amoris Laetitia, Pos.400.
[3]Ibídem. Pos.405.
[4]Polo, Leonardo, (1998) Los sentimientos humanos, Conferencia en la U. de Piura.