No está de más dedicar un espacio a reflexionar sobre la autoridad, haciéndolo, naturalmente, desde el punto de vista de la educación entendida como proceso intencional de mejora hacia la excelencia humana, y procurando buscar, en su significado, las relaciones que mantiene con el bien, la verdad y la belleza; con los valores que le sirven de fundamento y guía: la libertad, la justicia y la paz; con las inteligencias –en especial con la inteligencia moral– y con esa capacidad de orientación y guía a la que hoy llamamos liderazgo. FRANCISCO GALVACHE VALERO

Y todo ello, desde la profunda convicción de que los seres humanos estamos llamados a ejercer esa autoridad-prestigio con la que las gentes revisten a quienes muestran, con su ejemplo, el bien ser y el bien hacer. Primordialmente en el seno de sus familias y amistades; y luego, incluso en la sociedad extensa.

Pero, paradójicamente, al aproximarse al estado de la cuestión, se deja ver, con claridad, que el principio de autoridad y la autoridad misma vienen sufriendo un proceso creciente de descrédito que discurre a velocidad progresivamente acelerada, desde que, a partir de Descartes, la razón reivindicara su fuero y el argumento de autoridad quedara consecuentemente en entredicho. Varios otros hitos posteriores señalan la irrupción de instancias ideológicas –quizá no mayoritarias nunca pero sí siempre influyentes– que inspiraron conductas, provocaron acontecimientos y crearon ambientes que, con el paso del tiempo, han ido esculpiendo, muchas veces a sangre y fuego, el estereotipo de una autoridad violenta, legitimadora de la práctica represiva del poder arbitrario y amenaza constante a los derechos y libertades del hombre.

Desde algunas instancias ideológicas se ha ido esculpiendo el estereotipo de
una autoridad violenta

En busca de la autoridad perdida

Según la RAE, la palabra española “autoridad” acusa una notable polisemia en cuanto que acoge una constelación de significados tales como “poder que gobierna o ejerce el mando, de hecho o de derecho”, “potestad, facultad, legitimidad”, “prestigio y crédito que se reconoce a una persona o institución por su legitimidad y competencia en alguna materia”, “persona que la posee o ejerce”…

Algo menor es el número de significados que ofrece el prestigioso diccionario de María Moliner. Pero, en mi opinión, estos permiten aproximaciones quizá más precisas, que parecen distinguir o, al menos, rehuir la sinonimia que se intenta establecer entre autoridad, poder y potestad, mientras se enfatiza en la acepción que distingue a la primera como atributo o cualidad que tienen algunas personas, particulares o no, “por razón de su situación entre otras que aceptan su superioridad moral, su ascendiente, influencia, predicamento, prestigio”; o de su saber o de alguna otra cualidad, o “por el consentimiento de los que voluntariamente se someten a ellas” como sería el caso –señala– de “la autoridad del padre, del jefe, del sacerdote, del médico…”.

Estos últimos significados están más en línea con el vocablo latino en el que tendría origen: auctoritas que, a su vez, deriva de auctor cuya raíz, en fin, es augere: aumentar, hacer crecer, estimular, promover. Con tal significado se utilizó en Roma como atributo de la persona investida del prestigio moral que confiere la competencia en el saber y en el hacer cuando es reconocida por los demás; y que, por su ejemplaridad y capacidad de convicción, suscita, en ellos, admiración, adhesión, deseo de emulación y, llegado el caso, obediencia. Obediencia sí, pero obediencia inteligente, libre, plenamente humana: no impuesta por fuerza ajena al obediente, no causada por la coerción del poder, ni siquiera por aquel conferido legítimamente por las leyes, reconocido socialmente: aquel que Roma confería a los magistrados y cargos públicos con el nombre de potestas.

Y es que el derecho romano distinguía, nítidamente, autoridad y potestad; distinción que el eminente jurista Álvaro d´Ors consideraba “el primer principio de toda teoría jurídica social”, y que explicaba diciendo que “la autoridad es el saber socialmente reconocido y la potestad es, precisamente, el poder socialmente reconocido”. La autoridad, pues, desde el saber (sabiduría) reconocido, muestra lo que se debe o no hacer y cómo hacerlo o evitarlo en aras del bien común. Su juicio de valor es indicativo, y su capacidad de suscitar adhesión y acatamiento reside en su racionalidad y en su armoniosa congruencia con el orden justo garante de la paz social.

Pero las personas e instituciones investidas de autoridad y encargadas de la promoción y mantenimiento de la paz en el seno de las comunidades humanas, desde las familias a las sociedades extensas de pueblos y naciones, han de contar con la libre voluntad de quienes las componen, y con el hecho de que, muchos de ellos, no estarán del todo por la labor o remarán en contra. Es justo aquí donde la auctoritas requiere el auxilio de la potestas, del poder social y legalmente reconocido (legítimo) y, por tanto, capaz de exigir e imponer –llegado el caso– obediencia a las normas y sanción (positiva o negativa) a las conductas.

Francisco Galvache es doctor en Filosofía y Ciencias de la Educación, y orientador familiar por el ICE de la Universidad de Navarra.

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