A todos, mujeres y varones, nos es moralmente exigible esforzarnos en el propio desarrollo personal hacia la plenitud, hacia el logro de sucesivas metas de excelencia humana, es decir: del ser bueno y bello que se irán mostrando, ante nuestros semejantes, envuelto en el resplandor propio de la belleza del actuar recto, con grandeza de ánimo; con magnanimidad que, más allá del propio interés, sirve a los otros. Es este el proceso de nuestra autoridad en desarrollo; autoridad que, a medida que vaya siendo reconocida por quienes nos rodean, se irá transformando en autoridad-prestigio. No, nada de esto es extraordinario porque toda mujer y todo hombre, por el mero hecho de serlo están llamados a ser y a ejercer autoridad. FRANCISCO GALVACHE VALERO
En efecto: de la dimensión social del ser humano derivan deberes para con los demás y para con el conjunto de la sociedad. En todo caso son deberes de solidaridad ante el dolor, el riesgo y el infortunio: de cooperación en beneficio de la seguridad, el bienestar, la justicia y la paz de todos. Algunas personas verán añadirse a esto deberes generales, deberes de tutela y gobierno cuyo cumplimiento no solo justifica la conveniencia de poseer autoridad-prestigio sino, también, la necesidad de contar con el poder legítimo y reconocido (potestad) que permite dictar normas y garantizar su cumplimiento al servicio de los demás. Vemos, pues, aquí reunidos los dos componentes absolutamente necesarios para el ejercicio directivo y de gobierno de cualquier agrupación u organización humana; desde el Estado y sus instituciones a la sociedad primordial humana que, desde el origen, acoge, amorosamente, el alumbramiento, desarrollo y muerte de la persona: la institución familiar.
De la unión interactiva entre el prestigio y el poder surge una nueva noción de autoridad: la autoridad-servicio que cobra su más alto significado en quienes son reconocidos por la ley natural, por la sociedad y por los poderes públicos respetuosos de los derechos humanos, primeros responsables de la institución familiar, en tanto que ella es ámbito natural de la educación para la libre, amorosa, confiada e incondicional acogida del hombre, y del desarrollo y ejercicio de las virtudes morales y sociales que le son propios. Y así, en el campo de la educación, la autoridad-servicio se transforma en autoridad educativa. Sin ella, en la escuela no habría maestros; y sin su ejercicio compartido, en la familia no habría auténtica maternidad ni paternidad verdaderas.
Pero ya hemos comprobado que, hoy, para muchos, el rostro de la autoridad tiene fruncido el ceño y amenazantes ojos de mirada preñada de seco ascetismo y hosca exigencia, que parecen anunciar la inminencia del castigo. Incluso, en ocasiones, se asoma entre las hojas de algún libro –presuntamente educativo– o a las pantallas del cine y de la televisión, con el torvo y amenazante gesto de la coacción psicológica, del poder arbitrario e incluso de la violencia injusta.
¡Es esta una muy dura y falsa imagen de la autoridad! Ya que, en realidad, es fuerza que emana de la encarnación del bien y de la verdad en la intimidad del ser humano, orientada al servicio de uno mismo y de los otros, para procurar la realización personal de todos, en una sociedad mejor dispuesta a servir al hombre: más acogedora, más justa, más pacífica. En definitiva, más libre. Pero disfrazado en ocasiones de prudencia, el temor a la descalificación que el mero uso del término pudiera acarrear de parte de los árbitros de lo políticamente correcto, ha llevado a muchos a eludir su nombre, a diluir su significado bajo el eufemismo, o a suplantarlo por un restringido concepto de motivación reducida a mero desarrollo y práctica de habilidades capaces de suscitar deseo.
Los hechos están ahí. Allá por los años cuarenta, ya Kojeve llamaba la atención acerca de lo escasamente que, a lo largo del tiempo, la filosofía habría estudiado la noción y problemática de la autoridad. Esto bien puede ser cierto; pero lo que resulta fácilmente constatable es la escasa presencia –cuando no la ausencia– de la autoridad en la bibliografía actual, a pesar de ser absolutamente indispensable en la educación entendida como autotarea-ayudada. Son, sin embargo, legión –lo cual es esperanzador– los ensayos y manuales de auto-ayuda que se ocupan de cuestiones tan importantes como la motivación educativa o el perfil y ejercicio del liderazgo. Una y otro se relacionan muy estrechamente con los valores y con la autoridad. Pero conviene saber que ambas son distintas cosas.
Francisco Galvache es doctor en Filosofía y Ciencias de la Educación, y orientador familiar por el ICE de la Universidad de Navarra.
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