Decía Maritain que “las nociones fundamentales sistemáticas: bien moral, valor, fin, norma, son como las fibras intelectuales de la estructura del pensamiento moral”. Pues bien: si reflexionamos sobre el proceso de deterioro que nuestra civilización viene experimentando, pronto reclamarán nuestra atención dos hechos. El primero es que no se trata de un fenómeno espontáneo; y el segundo que los actores –protagonistas, secundarios y figurantes– proyectan su acción disolvente, directa o indirectamente, sobre tales elementos estructurales del pensamiento y quehacer humanos. FRANCISCO GALVACHE VALERO

En tal contexto, no sólo los grandes valores se han visto negados o desvirtuados por la manipulación. También hábitos instrumentales de innegable trascendencia para el desarrollo humano y para la vida en sociedad, han sufrido, sobre todo, la erosión provocada por el esteticismo bohemio que, gestado en el último tercio del XIX, inundó el primero del XX y llegó, hasta nosotros, disfrazado con el ajado ropaje libertario del mayo francés. Fue, aquella, una bohemia que escandalizaba a los bien pensantes del momento al grito de ¡Viva el desorden y la improvisación!, y que, de forma sistemática, ridiculizaba el aliño, la compostura, la previsión, la organización, el respeto y la disciplina ante el aplauso de los frívolos rebeldes sin causa, y la indiferencia de muchos enfrascados, tan solo, en el regate en corto de las dificultades cotidianas.

Sin embargo, no debieran escandalizarnos los éxitos que, a lo largo de los últimos 150 años, han venido cosechando tales agentes. Ni siquiera debería sorprendernos que los vengan celebrando, paradójicamente, nada menos que en nombre de la libertad. Porque, puestos a tirar de memoria histórica, ya venía sucediendo algo así, a partir del desdichado –o no– incidente de la manzana. En fin: a día de hoy, el orden y la obediencia –hábitos íntimamente relacionados con la autoridad– siguen siendo objetivos y víctimas señeras de sus disolventes acciones. Sobre lo ocurrido con la autoridad tuvimos ocasión de ocuparnos no hace mucho; y para la obediencia y la disciplina, no dispondremos de espacio en esta ocasión. De manera que nos contentaremos, hoy, con hacer el justo y merecido elogio del orden, ejemplo de resiliencia y humildad en el concierto de las grandes virtudes.

El orden es ejemplo de resiliencia y humildad en el concierto de las grandes virtudes

El universo y el orden

En los tres reinos que componen el universo, todo proceso discurre ordenadamente desde su comienzo a su fin. Cualquier observador es capaz de advertir esto, e incluso de establecer –aunque no siempre– cada uno de sus extremos. Nada de cuanto ocurre carece de ellos. Nada sucede, pues, por mero azar, porque la casualidad –dicho sea de paso– no existe realmente, y refugiarse en ella tan solo “es la mera objetivación de la ignorancia” (Cf. Millán Puelles: 1984)

Como explica Mariano Artigas (1991) el omnipresente orden puede ser concebido como un despliegue coherente del ser que, como este, requiere un fundamento, una causa superior a la mera naturaleza y un fin al que orientarse. Sin embargo –se podría objetar–, también es un hecho evidente que el desorden existe: también está ahí, presente ante nuestros ojos, y actuante en nuestras conductas…

Y así es efectivamente. Pero el desorden no es ausencia absoluta de orden sino el efecto de su alteración –más o menos profunda– a causa de la intervención de agentes externos al proceso o situación que lo sufre. Y es que el orden es inseparable de la realidad. Estaba ya presente en aquel punto de dimensión cuasi matemática y de incalculable densidad que, en un ignoto instante, hizo explosión en medio de una nada impensable en la que ni siquiera existían la oscuridad y el silencio. Y estaba allí, en él, informando las leyes que gobernaron tan fabuloso estallido, los innumerables y tempestuosos procesos iniciales, los aún más complejos que habrían de sucederles luego, y, en definitiva, vigente, desde entonces, ordenando tan fabuloso despliegue a lo largo del tiempo y del espacio en expansión desde recién nacidos.

Sí, así parece que dio comienzo el universo material. Ante los ojos de Dios –el Gran Ordenador y único Observador de la obra salida de Su voluntad– comenzó su despliegue imparable según el vasto plan elaborado por Él. Su desarrollo habría de estar sujeto, en adelante, a las leyes matemáticas inscritas en la mismísima entraña de las cosas. Antes, pues, de todo eso, no era el caos sino la nada. Y después de aquello, la nada se convirtió en un inmenso vacío que se fue llenando, paulatinamente, de luz y de nuevas maravillas.

Luego, según Su designio, la consciencia hizo aparición en él. Y, de su mano, la libertad. Los nuevos seres que las portaban también estaban sujetos al orden material y a sus leyes; pero, además, a causa de poseer libre albedrío, habían de obedecer a un nuevo orden: el orden moral que gobierna los juicios de valor, que informa las decisiones y que orienta las conductas hacia la verdad, el bien y la belleza que ansía alcanzar y contemplar su corazón.

Es un misterio. Pero el hecho es que, de la mano de la libertad –de su mal uso, en este caso–, apareció el desorden. Un acto libre de desobediencia quebró el orden moral y perturbó también el orden de la naturaleza. Y es que el orden –que confiere unidad a todo lo perteneciente al mundo de las cosas y de las personas– es indivisible e inalterable; de manera que sólo puede ser alterado por actos ejecutados por seres conscientes y por tanto libres. Que esto pueda ocurrir es una amenaza real que se materializa reiteradamente con desiguales daños: pérdidas de eficacia, injusticias, quiebras de la paz, división, guerra, muerte y, en definitiva, dolor sin cuento. Y es que la paz –como dijo san Agustín– es fruto de la tranquilidad que proporciona el orden.

Francisco Galvache Valero es doctor en Filosofía y Ciencias de la Educación, y orientador familiar por el ICE de la Universidad de Navarra.

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