Durante siglos, incluso durante milenios, la humanidad vivió a merced de los más diversos agentes patógenos, las inclemencias meteorológicas y una naturaleza hostil o, cuando menos, indómita, por no hablar de los peligros emanados de los propios congéneres. ALEJANDRO NAVAS

Se ha dicho, con una imagen bien gráfica, que los seres humanos debían de tener una sensación muy similar a la del condenado a muerte al que se le aplaza por un tiempo indeterminado la ejecución de la sentencia: se despierta cada mañana ignorando si llegará vivo al final de la jornada. La mortalidad infantil era muy elevada, la esperanza de vida más bien corta, y la existencia estaba frecuentemente amenazada. Sobrevivir era una suerte, un regalo de los dioses o del destino.

Este panorama cambia radicalmente con el siglo XX. Los avances de la ciencia y la tecnología llegan a la Medicina y permiten derrotar a los azotes clásicos de la humanidad (peste, cólera, infecciones, hambre…) e incluso la propia muerte parece ceder terreno. La salud pasa de ser el regalo aleatorio de una lotería que escapa al control humano a convertirse en una auténtica conquista. Expresión de este nuevo clima de opinión es la propia definición de salud, propuesta por Stampar en 1945 y adoptada por la OMS en su carta fundacional (1946): “Completo bienestar físico, psíquico y social y no sólo la ausencia de enfermedad o achaque”. Esta atrevida formulación trasluce sin duda el optimismo y la confianza en sí mismo del Occidente que ha salido triunfador de la Segunda Guerra Mundial y que se dispone a poner en marcha el Estado del Bienestar.

Enseguida se hizo patente que esa definición era criticable por más de un motivo. Para empezar, el “bienestar” resulta un concepto demasiado subjetivo, y de otra parte, el adjetivo “completo” da a la definición un carácter utópico, imposible de alcanzar en este mundo. En rigor, nadie podría cumplir plenamente esos requisitos, y una persona sana sería tan sólo aquella que todavía no ha sido investigada suficientemente a fondo. Ese concepto resulta además poco operativo, difícil de medir. A la vista de esas limitaciones, en los últimos decenios se han realizado diversos intentos de definición que han tenido en cuenta otros aspectos, como la adaptación del hombre al medio ambiente o el desempeño de las distintas funciones. Dar con una definición plenamente satisfactoria de la salud se antoja un empeño imposible, como por otra parte sucede con casi todos los conceptos básicos de las disciplinas científicas, y no es mi propósito criticar las definiciones anteriores y enriquecer el debate con una nueva. Aquí me fijaré en el papel que juega la salud en la cultura moderna.

Durante milenios sobrevivir fue una suerte, un regalo de los dioses o del destino

La colonización del mundo de la vida

He mencionado antes el carácter contingente que ha marcado durante siglos la vida humana en las sociedades tradicionales. El hombre se sabía a merced de numerosos imponderables, como un juguete en manos del destino o del capricho de los dioses. La existencia era más bien fugaz y las vidas humanas no valían demasiado. El cristianismo pone a Dios y a su providencia en el lugar del destino, pero esta visión no disminuye el carácter contingente de la existencia humana, antes al contrario: el concepto de contingencia se elabora precisamente en el contexto del debate teológico y metafísico acerca de la creación. Los seres humanos son viatores, están de paso en un viaje que culminará en el cielo, la patria definitiva.

Este planteamiento cambia radicalmente con la modernidad. El hombre moderno sabe y puede mucho, cada vez más, y se considera emancipado. Después de siglos de sometimiento, ha alcanzado la mayoría de edad y no aceptará más tutelas (permitidas por la cobardía y la pereza, en palabras de Kant). A partir de ahora, se guiará tan solo por lo que su razón y la propia voluntad aprueben por motivos puramente intrínsecos.

Al hilo de este proceso de secularización, el paraíso celestial se trae a la tierra, de la trascendencia a la inmanencia. Los intelectuales se encargan de diseñar los más variados proyectos de sociedades perfectas o utopías, que en algún caso se intentarán instaurar incluso con la violencia mediante la revolución, fenómeno tan característico de la modernidad. Se trata de ser feliz en la tierra, aquí y ahora. La ciencia y el poder aseguran que ese ideal es realizable. El hombre toma las riendas de su vida y desenmascara a los dioses como simple tapadera de nuestra antigua impotencia. En palabras de James D. Watson, “no podemos seguir dejando el futuro del hombre en las manos de Dios”. La ciencia experimenta un desarrollo extraordinario y se la invita a tomar el mando para colonizar el mundo de la vida. Así, también la Medicina se convertirá en ciencia, lo que abrirá unas perspectivas de lo más prometedoras.

De otro lado, puede observarse cómo el saber llega a aliarse con el poder y el dinero para asegurarnos la salud plena. Es lo que se llama el “Estado del Bienestar”. Los gobiernos prometen y los ciudadanos enseguida se acostumbran a exigir. En los años prósperos de la posguerra hay un desarrollo económico nunca visto y se piensa que el paraíso está efectivamente a punto de instaurarse para siempre. Incluso parece que los occidentales podrán desentenderse de las exigencias del sistema productivo y dedicarse al ocio y al disfrute del placer, como preconizan H. Marcuse y demás adalides de la revolución contracultural de los años sesenta.

Puede observarse cómo el saber llega a aliarse con el poder y el dinero para
asegurarnos la salud plena

Una espiral de promesas y demandas

Asistimos al primado de la posibilidad sobre la realidad, tan característico de la cultura moderna. El filósofo alemán Reinhard Merkel lo expresa con tanta contundencia como sencillez: “Ya no nos limitamos a preguntar lo que es factible técnicamente. Ahora nos preguntamos más bien qué es lo que queremos, lo que deseamos. Y esto es únicamente decisión nuestra. La tecnología nos abre posibilidades, pero no nos dice los caminos que debemos recorrer”. Esta actitud no resulta exclusiva de académicos más o menos visionarios, sino que encuentra su equivalente inmediato en la industria. Andrew Grove, el que fuera presidente de Intel, lo formulaba con claridad hace unos años: “Tengo una regla corroborada por más de treinta años dedicados a la alta tecnología. Es muy simple: lo que puede hacerse, se hará. Igual que ocurre con la fuerza natural, es imposible detener la tecnología. Encuentra la manera de abrirse paso independientemente de los obstáculos que la gente ponga en su camino”.

Se trata de ser feliz aquí y ahora, y esto se concibe como un derecho universal[1]. El bienestar corporal y la salud, y la belleza después, se convertirán con el tiempo en ingredientes imprescindibles de esa felicidad entendida de modo meramente humano. La lógica del sistema democrático instaurará una espiral de promesas y demandas que no conocerá más límite que la bancarrota del sistema. La ciencia y la tecnología puestas al servicio de la salud aseguran que se trata de un objetivo asequible. El Estado irá dedicando recursos cuantiosos a la sanidad. El sector biomédico se expande hasta límites insospechados. Y enseguida aparece un elemento que no puede faltar si se trata de la sociedad moderna: la economía, pues estamos ante un negocio gigantesco, en el que hay muchísimo dinero en juego. También aquí se da una relación entre oferta y demanda que recuerda el escenario político. Ante la perspectiva de ganancias tan fabulosas, la oferta –por ejemplo, los grandes laboratorios farmacéuticos– no se limita tan sólo a atender una demanda preexistente, sino que toma la iniciativa para ayudar a crearla. En palabras de Marcia Angell, antigua directora del New England Journal of Medicine: “Antes las compañías farmacéuticas comercializaban medicamentos para el tratamiento de enfermedades. Hoy comercializan enfermedades que se adaptan a sus medicamentos”. Lo mismo piensan muchos médicos. Por ejemplo, Volker Sturm, director de la Clínica de Neurocirugía Funcional de la Universidad de Colonia: “Creo que las fronteras del concepto de enfermedad se extienden de modo constante, al menos en nuestra sociedad de consumo, lo que me parece incorrecto. Así se atribuye a muchas limitaciones cosméticas el carácter de enfermedad”.

Alejandro Navas es profesor de Sociología de la Universidad de Navarra.

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[1]A título de ejemplo, cito el artículo 43 de la Constitución española: “1. Se reconoce el derecho a la protección de la salud. 2. Compete a los poderes públicos organizar y tutelar la salud pública, a través de medidas preventivas y de las prestaciones y servicios necesarios. La ley establecerá los derechos y deberes de todos al respecto. 3. Los poderes públicos fomentarán la educación sanitaria, la educación física y el deporte. Asimismo facilitarán la adecuada utilización del ocio”.