La llamada “revolución sexual” de los años 60, que puso en un primer plano la sexualidad sin tabúes desde la perspectiva del amor libre y del placer, ha traído un cambio de mentalidad que tiene consecuencias. Porque la sexualidad, por sí misma, tiene unas características que le dan un significado. Y cuando se vive de otro modo, las consecuencias que se derivan no son precisamente buenas. JESÚS Mª SILVA CASTIGNANI

Tradicionalmente, la sexualidad ha ido asociada a tres realidades: la fecundidad, el matrimonio y el amor.

1. Sexualidad y fecundidad. Desde este punto de vista, la sexualidad está asociada a la reproducción. No es ningún secreto que a los niños ni los trae la cigüeña, ni vienen de París… Desde un punto de vista meramente biológico, la sexualidad sirve para la perpetuación de la especie. Al ser el hombre una criatura más evolucionada que los animales, para él este no es el único significado de la sexualidad; y, sin embargo, curiosamente, es una de las cosas que hoy parece habérsenos olvidado. El acto sexual por sí mismo está orientado a la fecundidad, y desde una perspectiva natural, sirve para crear vida.

2. Sexualidad y matrimonio. En todas las culturas, desde las más antiguas hasta nuestra cultura cristiana occidental, la pérdida de la virginidad ha ido precedida de un compromiso entre el hombre y la mujer, por el cual ambos se unían de por vida formando una familia. Este hecho arroja mucha luz sobre uno de los significados que la sexualidad conlleva en su propia naturaleza: la unión de los esposos. Desde siempre, el ser humano ha intuido que la unión que se da entre un hombre y una mujer por el acto sexual es tan profunda que genera entre ellos un vínculo irrompible; y, por ello, a ese acto debía preceder un compromiso de por vida al que llamamos matrimonio. El matrimonio ha revestido muchas formas a lo largo de la historia, y no todas buenas, pero nunca había sido puesto en cuestión hasta la revolución sexual.

3. Sexualidad y amor. Este tema es un poco más complejo. Para nosotros resulta bastante evidente que la sexualidad y el amor pueden tener algo que ver. Sin embargo, durante muchos siglos los matrimonios no se producían por amor, sino por un acuerdo entre los padres. Esto propició que en muchas ocasiones prevalecieran los dos valores anteriores –la fecundidad y la conveniencia del matrimonio– por encima del amor. Pero, paralelamente, siempre ha estado presente también la relación entre la sexualidad y el amor. En muchas culturas, cuando un hombre y una mujer se amaban, entonces se casaban, perdían la virginidad juntos y formaban una familia. Esta concepción ha ido abriéndose paso en la cultura occidental, sobre todo gracias al cristianismo. Efectivamente, de un modo natural, el amor tiende a las manifestaciones sexuales, y nos impulsa a querer tener relaciones sexuales con la persona a la que amamos.

El acto sexual por sí mismo está orientado a la fecundidad,
y desde una perspectiva natural, sirve para crear vida

Primera disociación

Nuestra sociedad ha dejado atrás estos valores tradicionales. Esto es debido a que algunos ideólogos de la revolución sexual sostuvieron que estos significados eran construcciones meramente culturales, heredados de un pasado oscuro y represivo, y que era necesario liberar la sexualidad de ellos para que el ser humano pudiera vivirla plenamente. Así pues, los esfuerzos de la revolución sexual se centraron en romper estas tres asociaciones tradicionales, por su orden.

La primera fue la disociación entre sexualidad y fecundidad. Había que conseguir que la sexualidad se viviera sin que tuviera que ver con la fecundidad, con el tener hijos; que fuera algo que dos personas hicieran porque quisieran, sin que ello trajese un embarazo no deseado. Esto extendió poco a poco la cultura anticonceptiva y, después, la cultura abortiva o contraceptiva. Siempre ha habido métodos anticonceptivos; de hecho, la misma naturaleza, que es sabia, hace que no siempre un acto sexual dé lugar a un embarazo (dependiendo de la fase del ciclo menstrual y de otras muchas circunstancias). No me refiero sólo a que se generalizaran los métodos anticonceptivos, sino sobre todo a que se extendió una mentalidad anticonceptiva, que es en la que estamos sumergidos desde que nacemos.

Según esta mentalidad, el embarazo es una consecuencia secundaria de las relaciones sexuales que, muchas veces, se da de un modo inesperado; para evitarlo, es necesario poner una serie de medios. En el fondo es un poco como una enfermedad. Puedes hacer ciertas cosas divertidas, pero con precaución para no contagiarte… Por supuesto, debido a eso se ha profundizado muchísimo en el campo de los métodos anticonceptivos. Pero, claro, ningún método anticonceptivo es 100% efectivo. ¿Y si se produce un embarazo no deseado?

El embarazo es, para muchos, una consecuencia secundaria de las relaciones sexuales que se da de un modo inesperado

La batalla de los derechos de la mujer

Fue entonces cuando avanzó una mentalidad abortiva, centrada en la contracepción. Si se daba un embarazo indeseado e inesperado, había que encontrar una solución, ya que las personas que habían tenido relaciones sexuales no buscaban eso. El aborto ha existido siempre, pero la mentalidad contraceptiva se ha ido extendiendo cada vez más, buscando ahondar en la disociación entre sexo y fecundidad para liberar la sexualidad de todo condicionamiento tradicional.

La mentalidad contraceptiva se ha centrado en la batalla argumental de los derechos de la mujer. Del mismo modo que se concebía el embarazo como la contracción de una enfermedad, se concebía al feto como una parte de la mujer que podía ser extirpada. Se ha luchado mucho por la extensión de esta mentalidad, que en nuestro mundo es hoy mayoritaria; al mismo tiempo, se ha avanzado mucho en los métodos abortivos, que van desde la píldora del día después hasta los abortos provocados.

De este modo, se completaba la disociación entre la sexualidad y la fecundidad: tú puedes tener relaciones sexuales con alguien por cualquier motivo, y eso no tiene por qué tener nada que ver con un embarazo; y si sucede de un modo inesperado y a pesar de haber tomado las convenientes precauciones, entonces se recurre al aborto, y la próxima vez ten más cuidado… Este es el mensaje que recibimos de un modo inconsciente y que acabamos asumiendo como lo normal.

La mentalidad contraceptiva se ha centrado en la batalla argumental de los
derechos de la mujer

Una separación artificial

Sin embargo, si lo miramos de cerca, esta disociación entre sexualidad y fecundidad contradice clamorosamente la naturaleza misma de la sexualidad. ¿A qué me refiero? A que, en la naturaleza, la sexualidad existe para la reproducción. El hecho de que unos animales nazcan con aparato genital masculino y otros con aparato genital femenino es para que se apareen y así puedan procrear. Sin embargo, a pesar de que esto es evidente, nos suena raro. Expresiones como “Fulanita se ha quedado embarazada”, o “embarazo no deseado”, denotan esta cultura, arraigada en nuestro interior. Pero, biológicamente hablando, la sexualidad es la condición de la reproducción, también para el ser humano. Antes de que apareciesen los primeros hombres en la Tierra, ¿por qué en la mayoría de las especies animales se daba la dualidad macho-hembra? La respuesta es obvia.

La separación entre sexualidad y fecundidad es artificial. No estoy diciendo que el sexo sirva sólo para tener hijos; como casi todo, el tema es más complejo. Pero sí estoy observando lo absurdo que es concebir la sexualidad de un modo separado de la fecundidad, como si no tuvieran nada que ver una con otra. A veces, cuando algún joven me dice: “Fulanita se ha quedado embarazada”, me lo quedo mirando y le digo: “¡Anda! Y ¿cómo ha podido ser…?”. La reacción suele ser de sorpresa, después de lo cual le explico qué quiero decir. Uno no se “queda embarazado” sin más, sino que hace algo que conlleva un embarazo. No hay nada más estúpido biológicamente hablando que entender sexualidad y reproducción como realidades paralelas y sin relación entre ellas. De este modo, se trata de ver y vivir la sexualidad al margen de sus consecuencias más evidentes.

Jesús María Silva Castignani es autor, entre otros libros, de ‘Sexo: cuándo y por qué’ (Palabra).

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