Existe la conciencia universal –y no sólo en la cultura cristiana– de que el hombre es un ser incompleto, que no habita en sí mismo, que está como caído por debajo de su naturaleza y que debe ascender a ella. JAVIER VIDAL-QUADRAS TRÍAS DE BES

No tiene mérito ser piedra o bestia o ángel, son lo que son, pero es arduo ser hombre, afirma Gustave Thibon. Se tiene la sensación de que el ser humano no nace concluso, sino que ha de aprender a ser quien es. No en vano, Jaspers lo definió como “aquel que ha de llegar a serlo”, y el mismo Thibon recuerda que ha de conquistar su esencia[1].

Ovidio lo experimentó y lo dejó escrito antes que San Pablo: “veo el bien y lo apruebo, pero hago el mal”. La voluntad está como herida, incapaz de llevar a todo su organismo adonde ella quiere ir. ¿Pero qué sucedió para que cuerpo, afectos, voluntad e inteligencia dejaran de cooperar entre sí para el bien común de la persona? Hay quien lo llama concupiscencia, quien corrupción del deseo. Y parece haber acuerdo en que los dinamismos humanos, antes unidos en perfecta armonía, se fragmentaron en algún momento; en lugar de buscar siempre el bien que les mostraba la inteligencia, se disgregaron y cada cual tendió a su propio bien: la vista a ver; el estómago a comer; los genitales a disfrutar del placer sexual; el tacto a tocar y acariciar lo atractivo…

De alguna manera, el cuerpo dejó de estar sometido e integrado en el espíritu y pasó a percibirse como algo ajeno, como algo con lo que poder hacer lo que se quiera. Así, desde entonces, el movimiento psico-sexual prevalece sobre el movimiento de la voluntad y de la inteligencia.

La voluntad está como herida,
incapaz de llevar a todo su organismo adonde ella quiere ir

Que lo bueno me apetezca

El reto –¡y es el reto de toda una vida!– consiste, pues, en caminar hacia esa unidad perdida, integrando la parte sensitiva –cuerpo y afectos– en la parte espiritual (inteligencia y voluntad). Querer lo que deseo y desear lo que quiero: he aquí el secreto de la felicidad del ser humano.

Pero no basta con esa fusión a nivel de principio, de esencia, sino que hay que trasladarla también a los actos. Se trata de una unidad, de una armonía operativa, funcional, efectiva: he de querer lo que es bueno y, además, hacerlo.

Para comprender en qué consiste esta unidad es conveniente hacer una previa distinción entre lo que podríamos llamar –con los clásicos griegos– el alma estimativa (sensitiva), que busca el bien para sí, y el alma espiritual (intelectiva), que busca el bien en sí.

El ejemplo siguiente nos sirve para explicar cómo ambos bienes pueden o no coincidir. Yo puedo comprender con la inteligencia que no es bueno que haya pobreza a mi alrededor (y esto es un bien en sí). Si soy rico, este bien me interpelará y me moverá a compartir mis riquezas con los demás –aquí, el bien en sí puede colisionar con el bien para mí–, mientras que si soy pobre, esperaré que alguien pueda compartir sus riquezas conmigo para ayudarme a salir de la situación en que estoy (aquí, probablemente, el bien en sí coincidirá con el bien para sí).

La meta sería armonizar ambos bienes: conseguir que lo que yo veo como un bien en sí acabe experimentándolo como un bien para mí, a pesar de que me pueda exigir un cierto sacrificio. O, dicho de otra manera, armonizar la parte sensitiva –que tiende a lo que le apetece– con la parte espiritual (que tiende a lo que es bueno). El objetivo, en fin, sería conseguir que lo bueno me apetezca.

Querer lo que deseo y desear lo que quiero:
he aquí el secreto de la felicidad del ser humano

La persona emocionalmente libre

A este estado, el profesor Llano lo ha llamado “libertad emocional”[2]. ¿En qué consiste? En adecuar nuestro temperamento –atemperarlo– a la verdad. Joan Costa lo explica con palabras muy expresivas: el virtuoso, el emocionalmente libre, dice, es aquel que (i) hace lo que le da la gana, (ii) le da la gana hacer lo que es bueno y, (iii) encima, disfruta haciéndolo[3].

La persona emocionalmente libre llama la atención de los que le rodean permanentemente, y acaba siendo molesto para los emocionalmente esclavos (pues estos últimos no son capaces de entender que alguien pueda divertirse con cualquier cosa). El emocionalmente esclavo necesita emociones fuertes, y no es capaz de generar las suyas propias. Está de vuelta de todo porque no ha llegado a nada, porque no sabe cuál es su meta y va en pos de nuevas emociones que le vuelven a esclavizar. Es el recorrido de los drogadictos, de los adictos al sexo o al alcohol.

Ahora bien, para lograr esta libertad emocional hace falta, primero, ver las cosas como son, sin que los sentimientos nos engañen: ver lo malo como malo, aunque venga disfrazado de apariencias seductoras; y lo bueno como bueno, aunque a veces esté cubierto de fango.

Siguiendo a Von Hildebrand, voy a distinguir tres clases de sentimientos para afrontar este proceso de integración de que venimos hablando: físicos, psíquicos y espirituales[4].

El emocionalmente esclavo necesita emociones fuertes,
y no es capaz de generar las suyas propias

Sentimientos físicos

Los sentimientos físicos son aquellos que proceden de nuestra parte corporal: el dolor, el placer, el cansancio, el abatimiento; lo que el cuerpo me pide. Son, sin embargo, compatibles con los sentimientos espirituales –en el parto, por ejemplo, se experimenta un dolor físico intenso junto a una alegría espiritual grande–, y ser rechazados o aceptados. Pierden su fuerza cuando nos damos cuenta de que no son verdaderos sentimientos espirituales; si superamos su despotismo, dejamos espacio a los sentimientos más elevados: no somos esclavos de ellos.

Detengámonos en el placer sexual, uno de estos sentimientos físicos.

El espejismo del sexo por el sexo consiste en que el sexo siempre busca placer, pero pretende felicidad. Y la felicidad no está nunca en el placer –en la técnica–, sino en lo que lo motiva. El placer que procura el sexo es un reflejo, una repercusión de la plenitud de unión que el amor busca, explica Noriega.

Como ha demostrado Finnis con su teoría de la máquina de las experiencias, la felicidad no está en la suma de placeres. Explica este autor que si existiera una máquina que pudiera conectarse a todos nuestros sentidos y generar en nosotros la sensación de placer que acompaña a cualquier experiencia que pudiéramos vivir, sería, en apariencia, muy fácil ser feliz: bastaría con conectarse a la máquina y pensar en el placer que queremos generar: un viaje a París, una relación de profunda amistad, el placer de una relación sexual, etc. El problema es que esa máquina nos apartaría de la realidad, de nuestra verdad, y acabaríamos viviendo artificialmente; crearía en nosotros una dependencia que nos esclavizaría a ella, deteniéndonos en el reflejo del placer y alejándonos de la realidad que lo motiva. Esa máquina existe, y se llama droga, pornografía, alcoholismo…

Lo primero, por lo tanto, es conocer la verdad de la sexualidad, el significado que ésta tiene en el ser humano, para después indagar cómo podemos integrar –unir, armonizar– nuestro cuerpo y nuestros afectos para que vayan en pos de esa verdad. En ella encontraremos la felicidad y, como reflejo, también el placer.

Javier Vidal-Quadras Trías de Bes es secretario general de IFFD y subdirector del Instituto de Estudios Superiores de la Familia de la Universitat Internacional de Catalunya (UIC).

| SIGA LEYENDO… ¡Soy más que mi cuerpo! (II)


[1]Thibon, G. (2010). Sobre el amor humano. Madrid: El Buey Mudo.
[2]Llano, A. (2008). La vida lograda. Barcelona: Ariel.
[3]Costa Bou, J. Notas de su conferencia: Per què hem de casar-nos?
[4]Von Hildebrand, D. (1996). El Corazón. Madrid: Palabra.