Hay una primera función de la sexualidad que es la procreación. Es el que se conoce como significado procreativo de la sexualidad –no reproductivo, ya que no somos animales–, pues al traer al mundo a un ser humano participamos en la creación de algo nuevo, que no estaba dado. Ponemos las condiciones para que se implante el alma espiritual en el cuerpo generado (un alma que es una novedad absoluta, que tiene conciencia de sí y que no estaba anticipada en las células que componen el organismo). Procreación, también, porque no basta con traer al mundo un nuevo ejemplar de la especie, sino que hay que educarlo en humanidad. JAVIER VIDAL-QUADRAS TRÍAS DE BES

Ahora bien, este significado procreativo –que se hace evidente y no necesita demostración– no es la única verdad de la sexualidad humana. En los animales sí es así, y por eso sólo sienten atracción sexual durante los períodos fértiles, pero la atracción sexual humana no está condicionada a la reproducción –sino que se da siempre–, y es la conciencia de una pobreza, de una deficiencia, de una carencia que hay que completar y nos impulsa a buscar quien la integre.

Hay, primero, una atracción impersonal –masculinidad y feminidad se atraen–, pero nuestra condición personal invita a más, a descubrir a la persona porque vemos que el cuerpo tiene un significado personal, porque expresa a una persona determinada que constituye una llamada a la comunión personal, a la unión con ella y no sólo con su cuerpo (Cafarra)[1].

Esta es la verdad de la sexualidad, y cualquier otra búsqueda que no pretenda esta unión –con el alma espiritual e inmortal y para siempre– la degrada, la convierte en material de consumo; y, así, la persona se animaliza (se sitúa al nivel del alma estimativa, que no alcanza lo personal).

Cualquier búsqueda que no pretenda la unión con el alma espiritual e inmortal y
para siempre degrada la sexualidad

El pudor

El sentimiento que asegura el respeto a la sexualidad en su verdad se llama pudor. Explica Juan de Dios Larrú –de quien tomo el enfoque general en este apartado–, que el pudor está presente en el hombre porque tiene intimidad[2]. Tiende a ocultar hechos exteriores o estados interiores, pero este disimulo no está directamente vinculado a algo malo (hay quien, por pudor, disimula lo bueno). No es, pues, primariamente moral, sino ontológico, antropológico, y se vincula a la experiencia de no querer exteriorizar lo que ha de permanecer oculto en la intimidad de la persona. El pudor, eso sí, es el germen de la castidad.

El pudor sexual es aquel que se manifiesta respecto de las partes y órganos que determinan el sexo. Busca evitar que el otro confunda lo que ve con lo que soy: mi cuerpo es más que mi cuerpo, pretende decir el pudor.

Por otra parte, como explica José Noriega, el pudor constituye una reacción de autodefensa ante el riesgo de que el cuerpo sea reducido por la mirada ajena a un mero objeto de placer[3]. En esta faceta, el pudor tutela nuestra subjetividad, nuestra condición de sujetos, de personas, para que nadie se deje vencer por la tentación de considerarnos meras cosas al servicio de su placer sexual. Y al tiempo que protege nuestra subjetividad, al ocultar los atributos sexuales, ayuda a evitar que se genere en los demás la intencionalidad inadecuada de observarnos sólo como tal objeto de placer.

El pudor previene contra el riesgo de que el cuerpo sea reducido por la
mirada ajena a un mero objeto de placer

Vestido y desnudez

Su primera manifestación es el vestido, que tiene que ver también con la manifestación de mi personalidad expresada en la forma de vestir (en contraposición a la desnudez, que estandariza hasta hacer desaparecer la individualidad). Pero pudor no se identifica con vestido ni impudicia con desnudez, pues el vestido puede servir tanto para ocultar como para evidenciar los valores sexuales (basta con ver un vídeo de Madonna o Lady Gaga). El ejemplo clásico para ilustrar esta diferencia es el de la mujer que se desnuda por una razón objetiva y justificada, por ejemplo, para una exploración ginecológica (en este caso, la mujer vence el pudor ante la mirada del médico). Pero si fueran dos jóvenes asomados a una ventana los que la miraran, sentiría vergüenza, porque percibiría de inmediato que aquella es una mirada impúdica, que la ve sólo como objeto de placer. Y, de la misma manera que un vestido puede ser impúdico, también la desnudez puede ser púdica. Así sucede en aquellos casos en que cumple una función objetiva (la exploración del médico, la unión sexual con mi esposo…). Cuando tal función desaparece, por contra, se convierte entonces en impúdica.

¿Dónde está, pues, el límite? ¿Quién decide qué actos o vestidos son púdicos y cuáles no? La respuesta no es fácil, y menos aún si se pretende que ésta sea universal. Hay factores que influyen profundamente en la vivencia del pudor (sexo, cultura, clima, edad, época del año…). A mi juicio, el criterio lo determina la mirada interior. El vestido debe ser tal que permita a la mirada ajena entrever en el cuerpo a la persona. La mirada limpia es la mirada penetrante, capaz de ver a la persona que hay detrás del cuerpo y de los sentimientos sin detenerse y recrearse en uno y otros desgajándolos del ser a que pertenecen. En la medida en que mi forma de vestir o mis demostraciones afectivas impiden o dificultan esa mirada honda, personal, mi conducta puede ser considerada impúdica, inadecuada a la persona humana.

Educar en el pudor

Para educar adecuadamente en el pudor, hay que conocer de qué manera experimenta la sexualidad la mujer y el varón. El pudor del varón debería estar –por así decirlo– mediatizado por la forma en que la mujer experimenta su sexualidad; y, viceversa, la materialización del pudor en la mujer debería estar determinada por la vivencia que el varón tiene de su sexualidad. Sólo así el pudor cumplirá con eficacia su objetivo y responderá oportunamente a la realidad que lo reclama, que no es la propia experiencia de la sexualidad sino la que tiene el otro sexo.

La sensualidad del varón es más fuerte y acentuada que la de la mujer, que es más afectiva (menos corporal, más espiritual, si se quiere). La mirada del varón es anatómica –más vulnerable a ver el cuerpo de la mujer como mero objeto de placer–, y la de la mujer, psíquica, de modo que penetra antes y mejor en la personalidad.

Edith Stein lo explica más poéticamente: “yo pienso que la relación entre alma y cuerpo no es completamente la misma, que la unión natural al cuerpo es de ordinario más íntima en la mujer. Me parece que el alma de la mujer vive y está presente con mayor fuerza en todas las partes del cuerpo y que queda afectada interiormente por todo aquello que ocurre al cuerpo”.

Curiosamente, la mujer, al no experimentar en sí misma una sensualidad tan fuerte como la del hombre, siente menos necesidad de esconder su cuerpo; le cuesta más concebir la contemplación de un cuerpo desprendido de la persona, del espíritu. Se da, pues, la paradoja de que a la mujer, siendo originariamente más casta, le resulta más difícil vivir la experiencia del pudor.

Resulta muy interesante tener en cuenta esta realidad a la hora de educar en el pudor, pues al joven varón, por un lado, no siempre se le insiste suficientemente en que la vivencia de la sexualidad por la mujer exige que él aprenda a integrar la sensualidad en la afectividad, y a la mujer, por otro, no se le explica que el varón difícilmente verá afectividad en las demostraciones de sensualidad.

Se da la paradoja de que a la mujer, siendo originariamente más casta,
le resulta más difícil vivir la experiencia del pudor

La vivencia de la sexualidad en el matrimonio

También esto tiene consecuencias relevantes en la relación matrimonial, algunas de ellas casi contradictorias: si, por una parte, en los círculos más superficiales y frívolos, se ha producido una masculinización de la aproximación al sexo por parte de la mujer (que adopta roles y modos masculinos más tendentes a la mera percepción de lo carnal); por otra, en los ambientes más cultivados, se experimenta una cierta feminización de la vivencia sexual, de modo que muchas mujeres rechazan la atracción meramente corporal que generan en su esposo.

Por desgracia, a pesar de las evidencias, la diferente vivencia de la sexualidad se olvida en el día a día de muchos matrimonios. Los cónyuges se dejan llevar así por su propia tendencia sin caer en la cuenta de que un pequeño esfuerzo en seguir el camino afectivo-sexual de su esposo/a les conduciría a la misma meta de plenitud en la unión pero de manera más eficaz y satisfactoria. Los caminos del amor son, en efecto, diferentes: en el varón, el deseo sexual satisfecho favorece la inclinación a la ternura; en la mujer, el deseo de ternura satisfecho favorece la inclinación al deseo sexual.

Para terminar la temática del pudor, hay que recordar que una vez el amor se instala definitivamente –determinación de amar para siempre con respeto a la verdad de la sexualidad: procreación y comunión–, el pudor es asumido, asimilado por el amor: ya no hace falta, porque existe la convicción de que la manifestación de los valores sexuales y afectivos no provocan un deseo sólo sexual, sino que son una invitación al don de sí mismos (Noriega).

Javier Vidal-Quadras Trías de Bes es secretario general de IFFD y subdirector del Instituto de Estudios Superiores de la Familia de la Universitat Internacional de Catalunya (UIC).

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[1]Caffarra, Carlo, Ética General de la Sexualidad, Ediciones Internacionales Universitarias, Madrid, 2000.
[2]Larrú, Juan de Dios, El significado personalista de la experiencia del pudor en K. Wojtyla, en la obra colectiva La Filosofía Personalista de Karol Wojtyla, Juan Manuel Burgos (ed.), Palabra, 2007.
[3]Noriega, José, El Destino del Eros, Palabra, Madrid, 2005.